Cuando me dispuse a escribir una novela, en lugar de un ensayo, sobre el hombre venezolano, traté de meterme en la cabeza de un hombre más común de lo que puede creerse: El princeso o, lo que es igual, el príncipe social.
En mi libro “Sí mami/ Sí te jodo”, el país, las relaciones de pareja y las relaciones con las demás personas, son vividas a través de Adriano Mendoza, un princeso con todas las de la ley. Y aunque muchas personas pueden llegar a pensar que este animal de la selva social es exclusivo de ciertos estratos socioeconómicos, resulta que el princeso es el prototipo del hombre moderno, del hombre (y también la mujer) que saben lo que quieren y emplean los recursos que consideren necesarios para lograr sus objetivos.
Socialmente nos han convencido que eso está bien, y aparentemente es la actitud correcta. Se establece una meta y todo lo demás queda subyugado al logro de la misma. El pequeño detalle está en el origen de los objetivos personales que, en la mayoría de las ocasiones, viene de afuera, no de adentro.
Nos hemos educado, y seguimos haciéndolo, con el paradigma: No importa lo que seas, pero siempre sé el mejor. Esta es una de las mayores farsas de la formación, porque sí importa la decisión del ser, al menos en occidente. Luego, la elección de la carrera, profesión u oficio, habrá sido más o menos acertada en la medida que la persona logre hacerse de una cantidad de bienes materiales que le permitan demostrar que se es exitoso. Por desgracia, entre esos bienes materiales que definen finalmente la felicidad de los seres humanos avanzaditos de occidente, se cuentan las relaciones de pareja e incluso los hijos, o la familia en general.
Hay metas preestablecidas: un título universitario, varias conquistas amorosas antes del matrimonio, un buen cargo en una buena empresa o –preferiblemente- una empresa propia, la casa, el auto, la esposa, los hijos, los viajes, etc. Mientras más parecida sea la vida de una persona a un comercial de Master Card, más exitosa se considerará. Si a eso le sumamos la dosis de envidia del círculo social del individuo, obtenemos un sujeto feliz, un tipo realizado.
El detalle está en que, al igual que el protagonista del libro, Adriano Mendoza, este sujeto aparentemente feliz puede acabar tan hastiado de la vida y de todo lo que le rodea, que puede terminar acariciando la idea del suicidio. De una u otra manera el suicidio termina siendo una realidad, porque no hace falta la realización del acto material para acabar muerto, la opción más sencilla siempre será matar al “yo” para que el animal social continúe su vida de logros.
Así, como Adriano Mendoza, las personas que hacen todo lo que sea necesario por el éxito, van por la vida cosificando a quienes les rodean. Los amigos, la pareja, la familia, se convierten en socios, no son más que gente útil o utilizable. Un princeso, siempre que sea posible, evitará la confrontación, prefiere callar y esperar, básicamente porque cualquier persona puede ser útil en algún momento y es preferible evitar herir susceptibilidades. El princeso es un conquistador innato, sabe qué decir y cómo decirlo para convencer a cualquier audiencia, para él –consciente o inconscientemente- los demás son público, ayudantes o socios potenciales. Los princesos no gustan de las emociones, porque pueden obstaculizar el camino al éxito. Evitan involucrarse afectivamente con alguien y siempre tendrán una buena razón para justificar su alejamiento emocional.
Y así como actúan en lo personal, actúan en lo social. El princeso no se compromete de verdad con asuntos políticos, ni sociales. El entorno es su escenario, él se adaptará de la mejor manera a los cambios y sabrá moverse cuando muevan en queso. Es astuto, es hábil y seductor, pero el princeso no suele ser una persona realmente productiva para el mundo.
En su afán de lograr sus metas, los princesos sufren infartos, crisis de pánico o de ansiedad, ACV, etc. No lo saben, pero la forma en que reprimen sus emociones termina enfrentándolos a un pase de factura físico y emocional que, al fin y al cabo, termina siendo un suicidio lento y doloroso.
Pensemos algo, este tipo de persona es el modelo a seguir por una única razón: parecen exitosas. Lo normal, lo patológicamente normal, es que los jóvenes aspiren a eso, al éxito tipo comercial de tarjeta de crédito, a costa de lo que sea. La astucia, el manejo de las emociones ajenas y el control de las propias es considerado un don. La persona que sepa cuándo mostrarse sensible, cuándo no hacerlo, cuándo ser dura y cuándo comprensiva, es admirada. Y no niego que en circunstancias pueda ser una virtud, pero cuando de ello se hace un hábito, una forma de vivir, se está condenando a los individuos a padecer cualquier tipo de enfermedades psíquicas.
El problema de la normalidad es que estamos acostumbrándonos a ver desviaciones del comportamiento como algo normal, y si es normal es bueno… El objetivo es que todos sean buenos, ergo, que todos actúen de manera “normal”. Y si no se toman medidas prontas, viviremos en un mundo de enfermos normales, de suicidas normales y de gente muy, muy amargada, pero normal y buena.
Adriana Pedroza
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