Una lectora me escribió para pedirme que escribiera alguna historia sobre los hombres mentirosos que, citando sus palabras, son como los violadores, capaces de destruirle la vida a cualquier mujer.
Después de cinco segundos me pregunté si las mujeres engañadas, o en general las personas engañadas, no buscan liarse con su victimario, si no emiten señales que son percibidas por los engañadores para justificar su drama.
Aunque es un fenómeno general, que atañe tanto a hombres como mujeres, voy a escribir este artículo en función de las mujeres, que fueron quienes me lo pidieron. Dado que el email me llegó en término de “nosotras”, asumo que hay más de una chica engañada, en algún grupo de apoyo de víctimas de hombres mentirosos.
La persona engañada suele decir que no sabía que la estaban engañando. Pero, vamos a ver, más o menos, cómo actúa el perro en cuestión antes de joderle la vida a una pobre mujer.
El perro llega a un lugar y observa el ecosistema social, a todos los agentes interactuando entre sí o esperando a ser abordados por alguien para iniciar la interacción, o solitarios que emiten señales tipo “si te acercas te muerdo la yugular”. El mentiroso sabe a quién acercársele. Como todo perro, llega oliendo traseros, en sentido figurado… después se volverá literal, cuando encuentre a su presa fácil.
Las mujeres engañadas no tienen un perfil específico. Puede ser la chica que aparenta ser tímida o la ejecutiva sobradota que vive diciendo que se está comiendo el mundo. Un simple gesto, un cambio en el ritmo de la respiración, una mirada, cualquier mínima señal, es captada por el depredador y sabrá si esa es su presa. Algunos prefieren las presas pequeñas, las más obvias. Los expertos se irán por el reto de la hembra dominante que no sabe que se muere por ser dominada.
Lo que todas tienen en común es que, consciente o inconscientemente, desean ser rescatadas. La pregunta es ¿rescatadas de qué? La respuesta varía según el perfil de la víctima, pero en términos generales podrían encontrarse dos elementos básicos: soledad y aburrimiento. La soledad es más aceptado, pero poca gente habla del sentimiento de hastío, del aburrimiento interno que invade al hombre moderno. Por supuesto, qué clase de freak se puede aburrir con tantas cosas cool que hay hoy día. Es socialmente matador hablar de aburrimiento, si hablas de eso te llevan a un bar a levantar tipos, a un spa, a la peluquería o a que te lances en paracaídas. Los demás siempre tienen una solución al aburrimiento, lo que no saben es que viven aburridos de sus vidas y por eso necesitan tantos parapetos para sentir que se están divirtiendo.
Pero llega ese hombre y, sin juzgar, escucha a la mujer en cuestión, sola y/o aburrida. ¿Saben qué he notado en estos años que llevo escribiendo y entrevistando gente para conseguir material? ¡A la gente le encanta hablar! Todo el mundo quiere echar sus cuentos, dar sus opiniones, hacer preguntas en voz alta, pero sin ser juzgados. Cuando se encuentra al interlocutor apropiado, todo el mundo se suelta como un niño de cinco años. El mentiroso, por lo menos el patológico, suele ser un buen interlocutor, sabe escuchar y sabe leer entre líneas las necesidades afectivas y emocionales de su presa. Se va a mostrar interesado en ella, va a decir justo lo que ella espera escuchar, porque ella –sin notarlo- le dio las pistas para ser complaciente o retador, y así va a ser él.
Después de escucharla, comprenderla, aceptarla tal y como es, la consiente, alaba sus virtudes, menosprecia sus defectos, la hace sentir “la mujer más especial del mundo”. Al cabo del tiempo, se la coge, le monta un muchacho y se pierde del mapa o empieza a tratarla mal. Así de cruda y fea es la historia de estas pobres mujeres, quienes después de la experiencia se enconchan como tortugas temerosas del mundo exterior y ¡Adivinen! Por alguna razón terminan repitiendo el ciclo con otro mentiroso, previa la frase “él es diferente, él no es un coñuemadre como los demás”. Claro está que algunas aprenden, pero extrañamente las recaídas son más comunes de lo que quisiéramos admitir.
La realidad es que las personas engañadas suelen crearse expectativas muy elevadas de su victimario, porque ven satisfechas ciertas –y muy importantes- necesidades emocionales y afectivas. Todo ser humano necesita ser aceptado, reconocido, valorado, amado. El meollo del asunto es que las víctimas de mentirosos no se aceptan a sí mismas, no se reconocen, no se valoran, no se aman, y están esperando que otro haga lo que ellas son incapaces de hacer. Claro está que si usted, que está leyendo esto, ha sido engañado un par de veces por algún (o alguna) coño de madre, dirá que eso es mentira, que usted sí se ama, se valora, se acepta, etc., que –como siempre- Yo estoy generalizando. Lo único que le puedo decir a mis queridos lectores y lectoras que piensen eso es “ese es su problema”.
A los que quieran aceptar que quizá han fallado un poco consigo mismo, pueden seguir leyendo.
Seamos honestos, vivimos en una sociedad donde se nos pide más rápido que conozcamos al jefe, al cliente, al prospecto de pareja, al entorno económicos que a nosotros mismos. Como siempre lo he dicho y seguiré insistiendo, socialmente es una pérdida de tiempo conocerse a sí mismo. La cuestión es que después de que conoces a todo el mundo y puedes satisfacer las necesidades del entorno ¿qué pasa con la persona? Ese yo es un completo desconocido, además, nunca te ha importado mucho. No es de extrañar que cuando llega alguien que le presta atención a ese yo, alguien que está interesado en conocerte, seas presa fácil de un manipulador.
¿Hasta qué punto uno puede satisfacer sus propias necesidades afectivas? Veamos. Uno puede conocerse a sí mismo, por lo menos intentarlo, el cerebro apreciará el intento y le enviará al resto del cuerpo el mensaje. Uno puede aceptarse tal y como es, uno puede invertir energía en cambiar lo que realmente a UNO no le guste de sí mismo, no lo que piensa que a los demás puede no gustarle. Uno se puede valorar, uno se puede respetar, uno puede estar orgulloso de uno mismo, uno se puede consentir a sí mismo. Cuando se hace eso, cuando uno se dedica a amarse a sí mismo, es mucho más fácil analizar la interacción con el resto del ecosistema social. Seguirán existiendo los depredadores, pero será menos probable que seas una presa apetecible para ellos.
Vivimos en una sociedad adicta al drama, a las cosquillas en la panza, a los amores de tarjetas hallmark. Después, cuando viene el sufrimiento, se justifica con aquello de que el amor que no sufre no es amor. Y cuidado con decirle a una persona que sufrir y amar no van de la mano, porque te dicen que tú no te has enamorado.
No hay peor mentirosos que el que se miente a sí mismo. Cuando las mujeres engañadas decidan rescatarse a sí mismas de la torre más alta del castillo en que se metieron por voluntad propia, cuando acepten que la soledad y el hastío son parte de la vida, pero no son la vida, y que los momentos de felicidad son sólo momentos y tampoco son la vida, que la emoción y el drama son parte de la vida, pero no son la vida… en fin, cuando decidan asumir que son responsables de sus fracasos tanto como de sus éxitos, entonces dejarán de ser mujeres engañadas y tal vez dejen de existir hombres que engañen.
Adriana Pedroza
Monday, August 04, 2008
"Normalmente" Un princeso
Cuando me dispuse a escribir una novela, en lugar de un ensayo, sobre el hombre venezolano, traté de meterme en la cabeza de un hombre más común de lo que puede creerse: El princeso o, lo que es igual, el príncipe social.
En mi libro “Sí mami/ Sí te jodo”, el país, las relaciones de pareja y las relaciones con las demás personas, son vividas a través de Adriano Mendoza, un princeso con todas las de la ley. Y aunque muchas personas pueden llegar a pensar que este animal de la selva social es exclusivo de ciertos estratos socioeconómicos, resulta que el princeso es el prototipo del hombre moderno, del hombre (y también la mujer) que saben lo que quieren y emplean los recursos que consideren necesarios para lograr sus objetivos.
Socialmente nos han convencido que eso está bien, y aparentemente es la actitud correcta. Se establece una meta y todo lo demás queda subyugado al logro de la misma. El pequeño detalle está en el origen de los objetivos personales que, en la mayoría de las ocasiones, viene de afuera, no de adentro.
Nos hemos educado, y seguimos haciéndolo, con el paradigma: No importa lo que seas, pero siempre sé el mejor. Esta es una de las mayores farsas de la formación, porque sí importa la decisión del ser, al menos en occidente. Luego, la elección de la carrera, profesión u oficio, habrá sido más o menos acertada en la medida que la persona logre hacerse de una cantidad de bienes materiales que le permitan demostrar que se es exitoso. Por desgracia, entre esos bienes materiales que definen finalmente la felicidad de los seres humanos avanzaditos de occidente, se cuentan las relaciones de pareja e incluso los hijos, o la familia en general.
Hay metas preestablecidas: un título universitario, varias conquistas amorosas antes del matrimonio, un buen cargo en una buena empresa o –preferiblemente- una empresa propia, la casa, el auto, la esposa, los hijos, los viajes, etc. Mientras más parecida sea la vida de una persona a un comercial de Master Card, más exitosa se considerará. Si a eso le sumamos la dosis de envidia del círculo social del individuo, obtenemos un sujeto feliz, un tipo realizado.
El detalle está en que, al igual que el protagonista del libro, Adriano Mendoza, este sujeto aparentemente feliz puede acabar tan hastiado de la vida y de todo lo que le rodea, que puede terminar acariciando la idea del suicidio. De una u otra manera el suicidio termina siendo una realidad, porque no hace falta la realización del acto material para acabar muerto, la opción más sencilla siempre será matar al “yo” para que el animal social continúe su vida de logros.
Así, como Adriano Mendoza, las personas que hacen todo lo que sea necesario por el éxito, van por la vida cosificando a quienes les rodean. Los amigos, la pareja, la familia, se convierten en socios, no son más que gente útil o utilizable. Un princeso, siempre que sea posible, evitará la confrontación, prefiere callar y esperar, básicamente porque cualquier persona puede ser útil en algún momento y es preferible evitar herir susceptibilidades. El princeso es un conquistador innato, sabe qué decir y cómo decirlo para convencer a cualquier audiencia, para él –consciente o inconscientemente- los demás son público, ayudantes o socios potenciales. Los princesos no gustan de las emociones, porque pueden obstaculizar el camino al éxito. Evitan involucrarse afectivamente con alguien y siempre tendrán una buena razón para justificar su alejamiento emocional.
Y así como actúan en lo personal, actúan en lo social. El princeso no se compromete de verdad con asuntos políticos, ni sociales. El entorno es su escenario, él se adaptará de la mejor manera a los cambios y sabrá moverse cuando muevan en queso. Es astuto, es hábil y seductor, pero el princeso no suele ser una persona realmente productiva para el mundo.
En su afán de lograr sus metas, los princesos sufren infartos, crisis de pánico o de ansiedad, ACV, etc. No lo saben, pero la forma en que reprimen sus emociones termina enfrentándolos a un pase de factura físico y emocional que, al fin y al cabo, termina siendo un suicidio lento y doloroso.
Pensemos algo, este tipo de persona es el modelo a seguir por una única razón: parecen exitosas. Lo normal, lo patológicamente normal, es que los jóvenes aspiren a eso, al éxito tipo comercial de tarjeta de crédito, a costa de lo que sea. La astucia, el manejo de las emociones ajenas y el control de las propias es considerado un don. La persona que sepa cuándo mostrarse sensible, cuándo no hacerlo, cuándo ser dura y cuándo comprensiva, es admirada. Y no niego que en circunstancias pueda ser una virtud, pero cuando de ello se hace un hábito, una forma de vivir, se está condenando a los individuos a padecer cualquier tipo de enfermedades psíquicas.
El problema de la normalidad es que estamos acostumbrándonos a ver desviaciones del comportamiento como algo normal, y si es normal es bueno… El objetivo es que todos sean buenos, ergo, que todos actúen de manera “normal”. Y si no se toman medidas prontas, viviremos en un mundo de enfermos normales, de suicidas normales y de gente muy, muy amargada, pero normal y buena.
Adriana Pedroza
En mi libro “Sí mami/ Sí te jodo”, el país, las relaciones de pareja y las relaciones con las demás personas, son vividas a través de Adriano Mendoza, un princeso con todas las de la ley. Y aunque muchas personas pueden llegar a pensar que este animal de la selva social es exclusivo de ciertos estratos socioeconómicos, resulta que el princeso es el prototipo del hombre moderno, del hombre (y también la mujer) que saben lo que quieren y emplean los recursos que consideren necesarios para lograr sus objetivos.
Socialmente nos han convencido que eso está bien, y aparentemente es la actitud correcta. Se establece una meta y todo lo demás queda subyugado al logro de la misma. El pequeño detalle está en el origen de los objetivos personales que, en la mayoría de las ocasiones, viene de afuera, no de adentro.
Nos hemos educado, y seguimos haciéndolo, con el paradigma: No importa lo que seas, pero siempre sé el mejor. Esta es una de las mayores farsas de la formación, porque sí importa la decisión del ser, al menos en occidente. Luego, la elección de la carrera, profesión u oficio, habrá sido más o menos acertada en la medida que la persona logre hacerse de una cantidad de bienes materiales que le permitan demostrar que se es exitoso. Por desgracia, entre esos bienes materiales que definen finalmente la felicidad de los seres humanos avanzaditos de occidente, se cuentan las relaciones de pareja e incluso los hijos, o la familia en general.
Hay metas preestablecidas: un título universitario, varias conquistas amorosas antes del matrimonio, un buen cargo en una buena empresa o –preferiblemente- una empresa propia, la casa, el auto, la esposa, los hijos, los viajes, etc. Mientras más parecida sea la vida de una persona a un comercial de Master Card, más exitosa se considerará. Si a eso le sumamos la dosis de envidia del círculo social del individuo, obtenemos un sujeto feliz, un tipo realizado.
El detalle está en que, al igual que el protagonista del libro, Adriano Mendoza, este sujeto aparentemente feliz puede acabar tan hastiado de la vida y de todo lo que le rodea, que puede terminar acariciando la idea del suicidio. De una u otra manera el suicidio termina siendo una realidad, porque no hace falta la realización del acto material para acabar muerto, la opción más sencilla siempre será matar al “yo” para que el animal social continúe su vida de logros.
Así, como Adriano Mendoza, las personas que hacen todo lo que sea necesario por el éxito, van por la vida cosificando a quienes les rodean. Los amigos, la pareja, la familia, se convierten en socios, no son más que gente útil o utilizable. Un princeso, siempre que sea posible, evitará la confrontación, prefiere callar y esperar, básicamente porque cualquier persona puede ser útil en algún momento y es preferible evitar herir susceptibilidades. El princeso es un conquistador innato, sabe qué decir y cómo decirlo para convencer a cualquier audiencia, para él –consciente o inconscientemente- los demás son público, ayudantes o socios potenciales. Los princesos no gustan de las emociones, porque pueden obstaculizar el camino al éxito. Evitan involucrarse afectivamente con alguien y siempre tendrán una buena razón para justificar su alejamiento emocional.
Y así como actúan en lo personal, actúan en lo social. El princeso no se compromete de verdad con asuntos políticos, ni sociales. El entorno es su escenario, él se adaptará de la mejor manera a los cambios y sabrá moverse cuando muevan en queso. Es astuto, es hábil y seductor, pero el princeso no suele ser una persona realmente productiva para el mundo.
En su afán de lograr sus metas, los princesos sufren infartos, crisis de pánico o de ansiedad, ACV, etc. No lo saben, pero la forma en que reprimen sus emociones termina enfrentándolos a un pase de factura físico y emocional que, al fin y al cabo, termina siendo un suicidio lento y doloroso.
Pensemos algo, este tipo de persona es el modelo a seguir por una única razón: parecen exitosas. Lo normal, lo patológicamente normal, es que los jóvenes aspiren a eso, al éxito tipo comercial de tarjeta de crédito, a costa de lo que sea. La astucia, el manejo de las emociones ajenas y el control de las propias es considerado un don. La persona que sepa cuándo mostrarse sensible, cuándo no hacerlo, cuándo ser dura y cuándo comprensiva, es admirada. Y no niego que en circunstancias pueda ser una virtud, pero cuando de ello se hace un hábito, una forma de vivir, se está condenando a los individuos a padecer cualquier tipo de enfermedades psíquicas.
El problema de la normalidad es que estamos acostumbrándonos a ver desviaciones del comportamiento como algo normal, y si es normal es bueno… El objetivo es que todos sean buenos, ergo, que todos actúen de manera “normal”. Y si no se toman medidas prontas, viviremos en un mundo de enfermos normales, de suicidas normales y de gente muy, muy amargada, pero normal y buena.
Adriana Pedroza
Usando la Razón por el amor
Recientemente hablaba con un amigo, treintón, soltero que vive despreocupado por el tema del matrimonio, la familia, etc. Mi amigo está convencido de que el amor va a aparecer en el momento correcto, que la mujer ideal aparecerá sola y, sólo entonces, él sabrá que es la correcta y se casará y tendrá hijitos y vivirá feliz por siempre.
Otros amigos, que ya pasaron o están muy cerca de la mitad de la década de los treinta, vivieron esa despreocupación natural del macho al principio de los treinta, pero un día, repentinamente, se enamoraron, los flecharon y ahora son padres de familia, pero no muy felices que se diga.
Al igual que el primero, estos casados con hijos fueron solteros codiciados, rumberos, apetecibles para las féminas, un poco mujeriegos y laboralmente exitosos. Sus metas estaban bien establecidas a nivel académico, laboral, intelectual, económico, etc. Pocos pensaban seriamente en la soltería eterna, pero ninguno estaba apurado por enseriarse con alguna mujer. Eso sí, y en esto eran intransigentes, ninguno se ligaba “en serio” con alguna chica que no fuera potencialmente la madre de sus hijos. Incluso, hubo un par que esperaban conseguir a una mujer para procrear, mas no para unirse.
Muchas personas tienden a ver el acto de unión entre dos personas como un resultado de la conjunción de las fuerzas del destino; es decir, si estás destinado a conocer a la persona ideal y ser feliz para siempre, lo serás, de lo contrario nada va a suceder, hagas lo que hagas. Más interesante aún resulta el hecho de que el hogar, la casita feliz, forma parte de las aspiraciones de hombres y mujeres en todo el mundo, pero rara vez se trata esa aspiración como una meta real.
Para mi amigo es una meta, pero no hace nada para alcanzarla. Igual que mis otros amigos, exitosos en todos los aspectos de sus vidas menos en lo personal, aquellos que supieron lograr todas las metas que se trazaron menos cualquier cosa relacionada con el amor, los sentimientos, las emociones.
Después de hablar con mi amigo y temer verlo fracasar como a los otros en el área afectiva, comencé a pensar que quizá una de las razones que justificaría el fracaso de las relaciones de pareja hoy día, es que pensamos que se trata de suerte, cuando en realidad debe tratarse como una meta, igual que las demás. Para lograr graduarnos en la universidad, todos nos preparamos, algunos hicimos cursos previos para cubrir las deficiencias que sabíamos nos quedaron del bachillerato, otros tuvieron que mudarse de su ciudad y tomaron citas con psicólogos para que no les pegara tan duro la separación de la familia.
Para lograr el empleo que quisimos, todos nos preparamos para tener la hoja de vida que nos permitiera acceder a la primera entrevista; al lograr el cargo nos seguimos preparando, haciendo cursos, asistiendo a conferencias, talleres de mejoramiento profesional, etc. Para alcanzar nuestras metas nos hicimos conscientes de la necesidad de renuncia a ciertos placeres, y renunciamos, porque esa meta era importante y valía la renuncia, el cambio o la negociación.
Sin embargo, cuando de relaciones se trata ¿no estamos esperando a que del cielo caiga el alma gemela que nos va a amar y aceptar tal y como somos? ¿acaso no es cierto que no analizamos cuáles serían esos detalles que deberíamos ajustar si esperamos tener una relación sana y duradera? Es más fácil esperar que eso pase y terminar desesperado casándose con el primer (o la primera) desesperado (a) que parezca no ser tan mal partido. Es más fácil caer en la tentación de unirse a cualquier antes de quedarse solos, aunque quizá esa unión derive en divorcio o en esa eterna infelicidad que resulta de sacar las cuentas y ver lo costoso que sería un divorcio. Por supuesto, para complacer a mis amigos cínicos, también es más fácil quedarse solo y pensar que siempre la soledad va a ser una buena compañera.
Lo cierto es que vale la pena analizar cuáles son nuestras metas reales en torno a las relaciones afectivas y pensar qué habría que sacrificar o negociar para alcanzar esas metas. Algunos piensan que la razón debe ser abolida por las experiencias sensuales, pero Yo pienso que hay que darle un buen uso a la razón para que lo sensual, lo relativo a los sentidos, no derive en un comportamiento autodestructivo.
Adriana Pedroza
Otros amigos, que ya pasaron o están muy cerca de la mitad de la década de los treinta, vivieron esa despreocupación natural del macho al principio de los treinta, pero un día, repentinamente, se enamoraron, los flecharon y ahora son padres de familia, pero no muy felices que se diga.
Al igual que el primero, estos casados con hijos fueron solteros codiciados, rumberos, apetecibles para las féminas, un poco mujeriegos y laboralmente exitosos. Sus metas estaban bien establecidas a nivel académico, laboral, intelectual, económico, etc. Pocos pensaban seriamente en la soltería eterna, pero ninguno estaba apurado por enseriarse con alguna mujer. Eso sí, y en esto eran intransigentes, ninguno se ligaba “en serio” con alguna chica que no fuera potencialmente la madre de sus hijos. Incluso, hubo un par que esperaban conseguir a una mujer para procrear, mas no para unirse.
Muchas personas tienden a ver el acto de unión entre dos personas como un resultado de la conjunción de las fuerzas del destino; es decir, si estás destinado a conocer a la persona ideal y ser feliz para siempre, lo serás, de lo contrario nada va a suceder, hagas lo que hagas. Más interesante aún resulta el hecho de que el hogar, la casita feliz, forma parte de las aspiraciones de hombres y mujeres en todo el mundo, pero rara vez se trata esa aspiración como una meta real.
Para mi amigo es una meta, pero no hace nada para alcanzarla. Igual que mis otros amigos, exitosos en todos los aspectos de sus vidas menos en lo personal, aquellos que supieron lograr todas las metas que se trazaron menos cualquier cosa relacionada con el amor, los sentimientos, las emociones.
Después de hablar con mi amigo y temer verlo fracasar como a los otros en el área afectiva, comencé a pensar que quizá una de las razones que justificaría el fracaso de las relaciones de pareja hoy día, es que pensamos que se trata de suerte, cuando en realidad debe tratarse como una meta, igual que las demás. Para lograr graduarnos en la universidad, todos nos preparamos, algunos hicimos cursos previos para cubrir las deficiencias que sabíamos nos quedaron del bachillerato, otros tuvieron que mudarse de su ciudad y tomaron citas con psicólogos para que no les pegara tan duro la separación de la familia.
Para lograr el empleo que quisimos, todos nos preparamos para tener la hoja de vida que nos permitiera acceder a la primera entrevista; al lograr el cargo nos seguimos preparando, haciendo cursos, asistiendo a conferencias, talleres de mejoramiento profesional, etc. Para alcanzar nuestras metas nos hicimos conscientes de la necesidad de renuncia a ciertos placeres, y renunciamos, porque esa meta era importante y valía la renuncia, el cambio o la negociación.
Sin embargo, cuando de relaciones se trata ¿no estamos esperando a que del cielo caiga el alma gemela que nos va a amar y aceptar tal y como somos? ¿acaso no es cierto que no analizamos cuáles serían esos detalles que deberíamos ajustar si esperamos tener una relación sana y duradera? Es más fácil esperar que eso pase y terminar desesperado casándose con el primer (o la primera) desesperado (a) que parezca no ser tan mal partido. Es más fácil caer en la tentación de unirse a cualquier antes de quedarse solos, aunque quizá esa unión derive en divorcio o en esa eterna infelicidad que resulta de sacar las cuentas y ver lo costoso que sería un divorcio. Por supuesto, para complacer a mis amigos cínicos, también es más fácil quedarse solo y pensar que siempre la soledad va a ser una buena compañera.
Lo cierto es que vale la pena analizar cuáles son nuestras metas reales en torno a las relaciones afectivas y pensar qué habría que sacrificar o negociar para alcanzar esas metas. Algunos piensan que la razón debe ser abolida por las experiencias sensuales, pero Yo pienso que hay que darle un buen uso a la razón para que lo sensual, lo relativo a los sentidos, no derive en un comportamiento autodestructivo.
Adriana Pedroza
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