Es una etapa de sequía, supongo. Me imagino que aún tengo muchas cosas por decir, pero no sé qué, no en este momento.
Usualmente no escribo cuando estoy feliz, porque cuando me siento feliz prefiero vivir la felicidad en vez de escribir sobre ella. Pero no estoy feliz, tampoco por ahí se puede explicar la ausencia de ganas. Quise tomar un helado de chocolate y cereza esta tarde. Caminé durante una hora hasta la heladería, pero no había helado de chocolate. Lo único que se puede pensar en esos momentos es ¡Puta madre! ¿ni un helado de chocolate?
Y es que me siento en una fase extraña, aunque no del todo desconocida. En este momento de mi vida no sé qué quiero, mis metas son terrenales, banales, humanas, demasiado humanas. Es como si el sueño de cambiar el mundo se hubiese quedado dormido entre las cuentas por pagar y el saldo en cero de la cuenta bancaria.
¿Cuánto vale un sueño?
Regularmente escribo porque pienso que en algún punto de la historia, en algún lugar del mundo, alguien va a leerme y va a sentir esa suerte de revelación que Yo sentí cuando leí a otros. Escribo porque creo que alguien, al leerme, se va a sentir acompañado de espíritu, va a sentir “no soy el único que piensa así”. Así creo Yo que se cambia el mundo.
Un amigo quiere escribir, pero teme parecerse a otro tío ya famoso, teme que lo comparen, que lo juzguen por ordenar su libro como lo ordenó ese fulano. Y claro, tratándose de un mundo donde castigan al original y al que no lo es, pareciera mejor no decir nada, cerrar la boca y la mente para no ser juzgado.
Hace poco una chica me decía que me estaba volviendo repetitiva, que mi Teología Pedrociana no tenía nada de original, que otros ya habían dicho lo mismo hace mucho tiempo y que mis análisis tipo Sex and the city se estaban tornando aburridos. La verdad, después de pensar seriamente lo que me dijo, porque siempre analizo las críticas sin importar de dónde vengan, pensé que en realidad me importa un culo su opinión, pero aprecio su intento humano, demasiado humano.
¿Ideas originales? No sé si las hay, no me importa. Quizá el ser humano es tan estúpido que pese a los siglos que lleva escuchando el mismo mensaje no lo aprende, o no le importa o no lo entiende.
La gente se ocupa mucho de la originalidad… ¡pero terminan todos siendo iguales! Se visten igual, se peinan igual, opinan igual, escuchan la misma música, leen lo mismo... pero prefieren no decir nada que vaya a atentar contra la originalidad del pensamiento. La gente no escribe porque tiene miedo de la forma, les preocupa la forma, asumen que el fondo está bien, pero necesitan perfeccionar la forma. No estoy en contra de aprender a escribir, pero ¿para qué ponerle camisas de fuerza a la imaginación?
Últimamente la gente me parece muy fea, muy estúpida, poca cosa para ser más exacta en mi apreciación. Últimamente escucho una voz dentro de mi cabeza que me habla mientras trato de escuchar a los demás, que se burla de ellos y trata de hacerme reír mientras Yo procuro mantener la sobriedad en mi rostro, en ese rostro que ven los demás.
He conocido muchos predicadores, gente que sabe cómo se arregla una sociedad, pero que hacen todo lo contrario a lo que dicen. He visto demasiadas máscaras a punto de desmoronarse, me da grima, uso la mía y salgo corriendo en la primera oportunidad que tengo para reírme a carcajadas de los demás o verme al espejo mientras pongo cara de desprecio.
Y entonces me doy cuenta de que no siempre quiero estar sola… y aquí hay un ejemplo del uso del “de que”… ¿será correcto o no? Lo cierto es que hace falta alguien, un amigo, un cómplice, para compartir esto.
Pero soy optimista, creo que en cualquier momento mi sombra se va a despegar de la pared y se va a sentar frente a mí, va a servir un par de copas de vino tinto, encenderá un cigarrillo y me mirará en silencio, antes de soltar una carcajada. Abrazaré a mi sombra, besaré sus pasos, beberé sus exhalaciones y seremos mi sombra y Yo, caminando por una hora a la heladería a ver si conseguimos el helado de chocolate.
Por eso escribo. Con sentido o sin sentido, original o no, escribo.
Saturday, February 20, 2010
Confesión
¿Quieres saber por qué nunca viajé para acompañarlo en sus últimos momentos? Porque resulta que él era un dios y los dioses son inmortales, ergo, él era inmortal. Los dioses no se deterioran, no se enferman, no mueren. Nosotros éramos prójimos, él era mi prójimo, mi semejante, mi igual; ergo, Yo también era un dios, también Yo era inmortal.
Honestamente nunca pensé que realmente él pudiese morir. Yo creía en el milagro, creía que algo iba a pasar, algo cambiaría, que él iba a sanar y estaríamos juntos para siempre, como supuse Yo que era nuestro destino. ¿Alguna vez has perdido la fe? Pero no cualquier fe, me refiero a NUESTRA FE. Esa era una fe que realmente movía montañas, la fe que cambiaba el curso del universo, la fe que florecía todo. Yo la perdí cuando él murió, ahora todo es distinto.
Y no viajé… no sólo porque creía en el milagro, tampoco es como tú piensas, que Yo le tengo miedo a la muerte. Mi miedo no es a la muerte, es a la soledad. Es un miedo egoísta, un miedo ajeno y propio a la vez. No es un miedo a esa soledad de estar, sino a la soledad de sentir.
Hay soledades de dos tipos, aquella en la que no hay seres a tu alrededor y aquella en la que no hay prójimos cerca. En la primera se está solo, en la segunda te sientes solo, esta es la peor, la que duele, la que envenena el alma. Cuando no tienes a nadie cerca, pero sabes que una acción cualquiera puede acabar la sensación de soledad, si esta tocara tu puerta, hablaríamos de una soledad nutritiva, porque es la que te permite crear, producir, aprender, conocerte, amarte. Pero cuando la sensación de soledad te asalta y no tienes un prójimo a quien recurrir, no tienes a quien llamar, a quien enviarle un email, a quien ponerle una carita triste o feliz en el Messenger… ¿qué haces?
Es como estar en un pueblito del inframundo, donde nadie habla tu idioma, donde estás rodeado de gente con la que no te puedes comunicar. Es como poner a un físico en un simposio de modas o a un filósofo en la oficina de redacción de un tabloide. No tienes nada qué decir, puedes tratar de entender lo que los demás dicen, los demás pueden escucharte un rato para tratar de socializar, pero no pasará mucho tiempo antes de aburrirse mutuamente. No hablan el mismo idioma, no son prójimos, no tienen los mismos intereses. Así me siento, así me levanto y me acuesto cada día, tratando de entender a los demás, tratando de ser entendida por ellos… pero nos aburrimos tanto!
Por eso ahora hablo sola con más frecuencia que antes. También porque a veces creo que él está aquí, como aquel 23 de diciembre, cuando lo sentí en la baticueva por primera vez. No sé si sabes, pero esa noche abrí la puerta y sentí su olor. Recuerdo que lo primero que pensé fue “la mente lo puede todo” y pensé que se trataba de algún juego macabro de mi cerebro. Encendí la música y sonó esa canción ridícula de Ricardo Montaner “Déjame llorar”, que dice algo así como “Cuánto vacío hay en esta habitación/ tanta pasión colgada en la pared/ tantas nostalgias diluyéndose en el tiempo/ tantos otoños contigo y sin ti”. Lo cierto es que en las paredes de la baticueva no hay recuerdos de él, porque nunca vino a Bogotá. No existe una sola razón lógica para sentir su olor en la baticueva, en mi ropa, en mi cama… pero ahí estaba.
Esa noche lloré lo que no había llorado desde el día de su muerte, lloré por él, por mí, por los sueños que nunca se iban a cumplir, por las ilusiones que se quedaron a medio vivir, por ese destino que se marchitó, por el desengaño del final feliz, por lo que significaba la vida y la muerte después de saber que un dios ha muerto.
Desde entonces trato de ser feliz. No he tenido éxito hasta ahora, pero no pienso desaprovechar las oportunidades que esta vida finita y miserable me presenta de vez en cuando. Desde entonces lloro más que antes. ¿Viste? No estoy muerta por dentro. Antes no lloraba, ahora lloro un promedio de una vez cada 28 días. Ya sé que soy mortal, de hecho, desde que me enfermé he llegado a pensar –por primera vez en mi vida- ¿qué pasa cuando uno muere? Nunca me preocupé por el destino de mi alma, si es verdad que las almas tienen algún destino después de la muerte. Siempre pensé que lo importante es lo que uno haga en vida, lo demás son sólo especulaciones. Pero cuando te dicen que tienes un tumor, lo cual quiero aclararte que fue un error, tiendes a asociar tumor=cáncer=muerte. Esa es la ecuación que Yo conozco, así que esas fueron las cuentas que saqué.
Yo pensé, si me llegó la hora ¿estoy dispuesta a hacer las paces con mis enemigos? ¿Estoy dispuesta a perdonar? ¿Voy a pedir perdón? Y la respuesta fue un rotundo NO. Me impresionó. Quedé fascinada con el tamaño de mi orgullo. Con la posibilidad de ir al infierno, decidí que todo se queda como está. Claro que es preciso considerar que siempre le he hecho saber a quienes quiero cuánto los quiero. Nunca me he callado un Te Amo, nunca he dejado de demostrar mis sentimientos. Por ahí no hay lugar a resentimientos.
No tengo con quien hacer las paces, sólo con Dios. Yo no sé bien por qué parece que siempre queremos cosas opuestas y, si es como dicen por ahí, todo es la voluntad de Dios, entonces estoy jodida, porque no terminamos de ponernos de acuerdo. A veces me siento como Edipo Rey. Su destino era una mierda y así se lo hizo saber el Oráculo de Delfos a los padres. Tratando de evitar su destino actúa, ejerciendo su legítimo derecho al libre albedrío, pero ¿para qué? Los dioses decidieron que su destino sería una mierda y así fue. ¿Cuál es mi destino?
A veces me siento como una actriz desempleada que acepta un papel en una película sin haber leído el libreto y, durante el desarrollo de la trama, se da cuenta que el papel es una mierda, que el personaje no es lo que ella pensaba y no puede hacer nada para cambiarlo, pero tampoco puede renunciar porque las penalidades por incumplir el contrato son demasiado jodidas. Sí, Dios sería entonces un Director muy hijo de puta. Y la verdad es que no creo que sea así. Yo le tengo cariño, Él me cae bien, a pesar de nuestras diferencias de opinión con respecto a muchas cosas –como mi vida, por ejemplo- Yo lo quiero, hemos tenido una buena relación durante muchos años… se supone que la amistad debería resistir estos altibajos ¿no?
En todo caso, puedes llamarme cobarde, pero siempre trato de evitar el dolor. Si hoy tuviese que decidir entre acompañarlo en sus últimos días o quedarme de brazos cruzados, te aseguro que saldría corriendo a su lado, le daría todos los besos que pudiera darle, lloraría a su lado, me reiría de sus chistes malos… resumiría, en sus últimos días, lo que fue nuestra historia juntos. Pero la vida es como un email, lo que está escrito, después de presionar la opción “Enviar”, no puedes cambiarlo. No puedes correr detrás del cartero para que te devuelva la carta, no puedes perpetrar el buzón para recuperar el sobre, ya lo hecho quedó atrás.
Ahora quedo Yo. Soy responsable por mi felicidad, soy la única responsabilidad que tengo en la vida, soy mi único gran amor. Y ahora que sé que no soy inmortal, que los dioses han muerto, me toca sacarle provecho a los días que me quedan por vivir.
Honestamente nunca pensé que realmente él pudiese morir. Yo creía en el milagro, creía que algo iba a pasar, algo cambiaría, que él iba a sanar y estaríamos juntos para siempre, como supuse Yo que era nuestro destino. ¿Alguna vez has perdido la fe? Pero no cualquier fe, me refiero a NUESTRA FE. Esa era una fe que realmente movía montañas, la fe que cambiaba el curso del universo, la fe que florecía todo. Yo la perdí cuando él murió, ahora todo es distinto.
Y no viajé… no sólo porque creía en el milagro, tampoco es como tú piensas, que Yo le tengo miedo a la muerte. Mi miedo no es a la muerte, es a la soledad. Es un miedo egoísta, un miedo ajeno y propio a la vez. No es un miedo a esa soledad de estar, sino a la soledad de sentir.
Hay soledades de dos tipos, aquella en la que no hay seres a tu alrededor y aquella en la que no hay prójimos cerca. En la primera se está solo, en la segunda te sientes solo, esta es la peor, la que duele, la que envenena el alma. Cuando no tienes a nadie cerca, pero sabes que una acción cualquiera puede acabar la sensación de soledad, si esta tocara tu puerta, hablaríamos de una soledad nutritiva, porque es la que te permite crear, producir, aprender, conocerte, amarte. Pero cuando la sensación de soledad te asalta y no tienes un prójimo a quien recurrir, no tienes a quien llamar, a quien enviarle un email, a quien ponerle una carita triste o feliz en el Messenger… ¿qué haces?
Es como estar en un pueblito del inframundo, donde nadie habla tu idioma, donde estás rodeado de gente con la que no te puedes comunicar. Es como poner a un físico en un simposio de modas o a un filósofo en la oficina de redacción de un tabloide. No tienes nada qué decir, puedes tratar de entender lo que los demás dicen, los demás pueden escucharte un rato para tratar de socializar, pero no pasará mucho tiempo antes de aburrirse mutuamente. No hablan el mismo idioma, no son prójimos, no tienen los mismos intereses. Así me siento, así me levanto y me acuesto cada día, tratando de entender a los demás, tratando de ser entendida por ellos… pero nos aburrimos tanto!
Por eso ahora hablo sola con más frecuencia que antes. También porque a veces creo que él está aquí, como aquel 23 de diciembre, cuando lo sentí en la baticueva por primera vez. No sé si sabes, pero esa noche abrí la puerta y sentí su olor. Recuerdo que lo primero que pensé fue “la mente lo puede todo” y pensé que se trataba de algún juego macabro de mi cerebro. Encendí la música y sonó esa canción ridícula de Ricardo Montaner “Déjame llorar”, que dice algo así como “Cuánto vacío hay en esta habitación/ tanta pasión colgada en la pared/ tantas nostalgias diluyéndose en el tiempo/ tantos otoños contigo y sin ti”. Lo cierto es que en las paredes de la baticueva no hay recuerdos de él, porque nunca vino a Bogotá. No existe una sola razón lógica para sentir su olor en la baticueva, en mi ropa, en mi cama… pero ahí estaba.
Esa noche lloré lo que no había llorado desde el día de su muerte, lloré por él, por mí, por los sueños que nunca se iban a cumplir, por las ilusiones que se quedaron a medio vivir, por ese destino que se marchitó, por el desengaño del final feliz, por lo que significaba la vida y la muerte después de saber que un dios ha muerto.
Desde entonces trato de ser feliz. No he tenido éxito hasta ahora, pero no pienso desaprovechar las oportunidades que esta vida finita y miserable me presenta de vez en cuando. Desde entonces lloro más que antes. ¿Viste? No estoy muerta por dentro. Antes no lloraba, ahora lloro un promedio de una vez cada 28 días. Ya sé que soy mortal, de hecho, desde que me enfermé he llegado a pensar –por primera vez en mi vida- ¿qué pasa cuando uno muere? Nunca me preocupé por el destino de mi alma, si es verdad que las almas tienen algún destino después de la muerte. Siempre pensé que lo importante es lo que uno haga en vida, lo demás son sólo especulaciones. Pero cuando te dicen que tienes un tumor, lo cual quiero aclararte que fue un error, tiendes a asociar tumor=cáncer=muerte. Esa es la ecuación que Yo conozco, así que esas fueron las cuentas que saqué.
Yo pensé, si me llegó la hora ¿estoy dispuesta a hacer las paces con mis enemigos? ¿Estoy dispuesta a perdonar? ¿Voy a pedir perdón? Y la respuesta fue un rotundo NO. Me impresionó. Quedé fascinada con el tamaño de mi orgullo. Con la posibilidad de ir al infierno, decidí que todo se queda como está. Claro que es preciso considerar que siempre le he hecho saber a quienes quiero cuánto los quiero. Nunca me he callado un Te Amo, nunca he dejado de demostrar mis sentimientos. Por ahí no hay lugar a resentimientos.
No tengo con quien hacer las paces, sólo con Dios. Yo no sé bien por qué parece que siempre queremos cosas opuestas y, si es como dicen por ahí, todo es la voluntad de Dios, entonces estoy jodida, porque no terminamos de ponernos de acuerdo. A veces me siento como Edipo Rey. Su destino era una mierda y así se lo hizo saber el Oráculo de Delfos a los padres. Tratando de evitar su destino actúa, ejerciendo su legítimo derecho al libre albedrío, pero ¿para qué? Los dioses decidieron que su destino sería una mierda y así fue. ¿Cuál es mi destino?
A veces me siento como una actriz desempleada que acepta un papel en una película sin haber leído el libreto y, durante el desarrollo de la trama, se da cuenta que el papel es una mierda, que el personaje no es lo que ella pensaba y no puede hacer nada para cambiarlo, pero tampoco puede renunciar porque las penalidades por incumplir el contrato son demasiado jodidas. Sí, Dios sería entonces un Director muy hijo de puta. Y la verdad es que no creo que sea así. Yo le tengo cariño, Él me cae bien, a pesar de nuestras diferencias de opinión con respecto a muchas cosas –como mi vida, por ejemplo- Yo lo quiero, hemos tenido una buena relación durante muchos años… se supone que la amistad debería resistir estos altibajos ¿no?
En todo caso, puedes llamarme cobarde, pero siempre trato de evitar el dolor. Si hoy tuviese que decidir entre acompañarlo en sus últimos días o quedarme de brazos cruzados, te aseguro que saldría corriendo a su lado, le daría todos los besos que pudiera darle, lloraría a su lado, me reiría de sus chistes malos… resumiría, en sus últimos días, lo que fue nuestra historia juntos. Pero la vida es como un email, lo que está escrito, después de presionar la opción “Enviar”, no puedes cambiarlo. No puedes correr detrás del cartero para que te devuelva la carta, no puedes perpetrar el buzón para recuperar el sobre, ya lo hecho quedó atrás.
Ahora quedo Yo. Soy responsable por mi felicidad, soy la única responsabilidad que tengo en la vida, soy mi único gran amor. Y ahora que sé que no soy inmortal, que los dioses han muerto, me toca sacarle provecho a los días que me quedan por vivir.
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