Y oí a un bueno que decía “oraré por ti, le pediré al Señor que te ayude”; pero no hizo nada más, no detuvo su camino para ayudar a ese a quien “en oración” suele llamar prójimo, no se quitó el pan de la boca para dárselo al hambriento, no ayudó a aquel cuyo lomo se encorvaba a causa del peso de su carga. El bueno se alejó sonriente y se dijo a sí mismo “no hay nada más poderoso que la oración”. Y fue ese, entonces, su mejor regalo.
Un bueno me dijo “no seas arrogante, el orgullo no agrada al Señor” y vi que ese bueno, de cuya propia humildad se vanagloriaba, solía decir al necesitado “cuenta conmigo para lo que sea, si necesitas algo llámame”, a pesar de que la necesidad de su prójimo era más evidente que la lepra que solía cuidar la Madre Teresa de Calcuta. El bueno se alejaba pensando que “cualquier cosa” lo llamarían, si alguien lo necesitaba, le pediría el favor. Incluso, en su amplia concepción de la bondad, no entendía por qué la gente era tan orgullosa que no pedía ayuda cuando la necesitaba. Así, el bueno pensó que ya hacía lo que agradaba al Señor.
De la nada, y así como del todo, los buenos me decían que debo perdonar, así como espero que el Señor perdone mis pecados. Los buenos trataron de convencerme de entregarle mis cargas a Dios y muchos de ellos trataron de compararse conmigo para luego decir “… pero cuando conocí al Señor”.
Así supe que soy mala, que no podré agradarle al Señor y que en realidad no lo conozco. Claro está que ese Señor del que hablan los buenos no me agrada, no podríamos agradarnos porque es un señor que espera que Yo agache la cabeza y me rinda a sus pies, cosa que no tengo en mi agenda. Parece que ese señor al que rinden culto los buenos es un tipo de rituales, no de resultados. Yo soy eficiente, hago la mayor cantidad posible de bien asociada al menor costo emocional para mí. Yo no perdono ni olvido, me alegro cuando alguien que me hirió sufre, soy orgullosa y arrogante, peleo hasta con el mismísimo Dios y si he de defender mi punto de vista lo defiendo con argumentos; sin embargo, matemáticamente hablando, la sumatoria de bienestar efectivo que he cosechado en mi camino es mayor a la de los buenos. Si veo que puedo ayudar a alguien, aunque a ese alguien no lo considere mi prójimo, lo ayudaré sin esperar que palabra alguna salga de su boca. Al final, a ese alguien no le importa si mi motivación es agradar al Señor o es el más simple, puro y cristalino orgullo terrenal.
Soy mejor que el promedio, mucho mejor, y no porque Yo le agrade al Señor o trate de agradarle a él. Soy mejor porque aun siendo desagradable a los ojos de ese señor soy capaz de generar bienestar y, cuando ese alguien que no es mi prójimo –o que podría serlo- resuelve un problema puntual, suele decir “gracias a Dios”. Y así, entonces, creo en ese Dios que me quiere como soy, en un Dios que no pretende verme convertida en un cordero porque sabe que aquel con espíritu de león nunca podrá ser domesticado.
Adriana Pedroza
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