He pasado tres días de perro después de la derrota humillante del Bayern. Nadie lo entiende, simplemente, así soy Yo.
Ayer, una vecina de cabello blanco, quien de seguro pasa los ochenta años, me preguntó por qué estaba tan triste, me comentó que había notado mi tristeza desde el día anterior y por eso decidió preguntarme, disculpándose por la intromisión y no sin antes entregarme unos panecillos de queso. Confieso que no es nada fácil decirle a una persona normal, y mucho menos de esa edad, que estoy por el suelo porque mi equipo de fútbol fue humillado por un equipucho de tercera en la Copa UEFA. Pero lo hice, porque cuando estoy deprimida no tengo vergüenza. Curiosamente la viejecita me tomó la mano derecha y me dijo que esas cosas pasan, que a veces ganan los pequeños para darle esperanzas a los que no la tienen y que los fuertes, a veces, sufren para que el mundo siga teniendo fe. La verdad es que la paja de los débiles vs los fuertes y la fe del mundo me importó un comino, pero la actitud de esa viejecita octogenaria, que difícilmente sabe algo de fútbol europeo, me conmovió, me hizo sentir mejor, porque sin conocerme hizo algo que nadie ha hecho, tratar de hacerme sentir mejor aunque no entienda ni comparta lo que me pasa.
Hoy vi, por segunda vez, la película Shine. La primera vez que la vi no me gustó, por culpa del amigo que me la recomendó diciendo que era mejor que Amadeus, lo cual es absolutamente falso. Pero la peli es buena, muy buena. Basada en la historia real del pianista David Helfgott, narra la forma en que cae en la locura y es rescatado –de alguna manera- por esa cosa rara llamada amor, más allá del amor de la segunda esposa, por el amor de quienes reconocieron en él a un ser valioso.
Y la película me hizo recordar la biografía de John Nash, el gran Nash, quien logró vencer la esquizofrenia gracias al amor que le fue profesado por toda la comunidad de Princeton, pues por sus propios medios, solo, sin la ayuda y el amor de su comunidad, hubiese terminado siendo un loquito de un sanatorio cualquiera.
Así, Yo, la cínica, reconozco que el amor de los demás, ése, el ridículamente desinteresado, puede llegar a ser tan importante como el amor propio. Una mano tendida en un momento de crisis, un abrazo, una palabra bonita, un gesto aparentemente insignificante, puede significar la salvación de una vida valiosa para la humanidad. Aceptar que no todos somos iguales, que las exuberancias de las personalidades, que las rarezas, los elementos de desencuentros, no deberían ser impedimentos para la manifestación del amor, podría ser un camino para hacer de este mundo cada vez más frío, un lugar mucho más cálido para vivir.
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